LA MISIÓN, LUZ DEL VERBO EN EL MUNDO

P. Marcelo Oliveira, SVD
La fe cristiana consiste en reconocer a Jesús como la Palabra de Dios encarnada en la realidad del mundo, entendiendo que Jesús, Dios está con nosotros (Emmanuel), como profetizó Isaías (7, 14), y su cumplimiento se presenta en el evangelio de Mateo (1, 23). Así, la naturaleza de la presencia de Jesús entre la humanidad se entiende como el gran misterio del amor divino que lleva a las personas a una vida de esperanza en la promoción de la paz y la fraternidad.
A través de la fe, se nos invita a la comunión y al compromiso en torno al misterio de Cristo, que nos anima a confiar en una fuerza liberadora de los males del mundo y, al mismo tiempo, nos pone al servicio de un reino de vida plena y abundante. De igual modo, recordamos dos pasajes de los Evangelios: uno de Marcos (1, 29-39), que relata la curación de la suegra de Simón, y otro de Juan (10, 10), sobre la venida de Cristo para que todos tengan vida en abundancia. En estos dos pasajes, encontramos razones convincentes para creer que la autoridad amorosa y misericordiosa presente en Jesús sana a las personas de las enfermedades y males del mundo y las conduce a una existencia plena.
El nombre Jesucristo proviene de la tradición religiosa del pueblo de Israel, que esperaba a su salvador y redentor. Jesús se refiere al Verbo Encarnado, dando un significado humano a la expresión “Dios que salva”. Cristo indica al Ungido del Señor o al Consagrado de Dios, un hombre glorioso. Jesucristo es el Verbo Divino encarnado como un hombre ungido y consagrado que posee la gloria divina.
El libro “La Humanización de Dios”, escrito por el teólogo español José María Castillo, presenta a Jesús en una narrativa que combina factores de profundidad histórica y religiosa, definiéndolo como un ser humano que entrega su existencia al amor, lo que llevó a la humanidad a experimentar una transformación fraterna a través del crecimiento de la fe establecida en la persona misma de Cristo. Jesús es perfectamente humano porque su naturaleza consiste en el amor y la misericordia de Dios (Mateo 5, 48; Lucas 6, 36).
Esta perfección debe comprenderse mediante la aceptación y proclamación de la Palabra que Cristo revela al mundo y que forma el discipulado de quienes caminan a la luz del evangelio. Jesucristo no puede interpretarse mediante el pensamiento abstracto, sino como una persona que inspira a muchos a buscar vivir la verdad. El hombre de Nazaret que hizo de Galilea el lugar de la revelación de Dios es el Señor de la humanidad, su redentor y salvador.
La Palabra de Dios, haciéndose humana en Cristo, da origen a la misión de proclamar el amor que revela la liberación de quienes se encuentran presos en la realidad opresiva del mundo. El Verbo de Dios es la luz que ilumina y guía a todas las personas hacia la salvación.
La verdad - Palabra eterna de Dios - que vivifica e inspira el camino de quienes buscan la comunión fraterna en su compromiso con la justicia y la paz debe comprenderse en la fe dinámica de un pueblo de esperanza. Jesús es esta verdad revelada en los corazones de quienes aman a Dios y a sus hermanos, y que nos invita a la misión con un propósito claro y evidente: ayudar a todos a encontrar el camino hacia la libertad y la alegría en la unidad como familia divina, el pueblo santo de Dios.
En una catequesis del año 2013, el Papa Francisco intentó aclarar qué significa ser el pueblo de Dios y vivir la misión de pertenecer a este pueblo. En primer lugar, es importante comprender que Dios no pertenece a ningún pueblo específico, porque invita a todos a ser parte de su pueblo.
Francisco también enfatizó que la ley de este pueblo es la ley del amor a Dios y al prójimo, sin embargo, este amor no es mero sentimentalismo, sino que implica reconocer a Dios como el único Señor de la vida y, al mismo tiempo, acoger a los demás como verdaderos hermanos. Finalmente, habló sobre la misión y el propósito del pueblo de Dios. Estas tareas implican traer esperanza y salvación al mundo, con el propósito de un Reino de justicia y paz donde todos vivan su libertad de ser y existir.
En el Evangelio de Juan (8, 12), encontramos la declaración de Jesús: “Yo soy la luz del mundo”. Con estas palabras, el Señor nos guía a acercarnos a él para que podamos acoger la luz de Dios en un mundo necesitado de amor y paz. El movimiento filosófico iluminista, que buscó aclarar las innumerables dudas de la sociedad mediante el conocimiento científico, se clasifica como un transmisor de luz a la mente humana.
Esta luz se entiende como la sabiduría de la ciencia y humanidades, de ahí el nombre de Iluminismo. Es cierto, y todos lo reconocen, que, a través de la luz de la ciencia, el mundo evoluciona, el desarrollo avanza y facilita la vida de las personas. Sin embargo, sin la luz de la justicia, la esperanza y la paz, una sociedad mismo que científicamente avanzada carece de valor, pues sus avances no alcanzan la verdad existencial que promueve los valores fraternales de la libertad, que abren horizontes de esperanza y dignidad para todos, especialmente para los más pobres y vulnerables. La luz disipa la oscuridad, es decir, la sabiduría destruye la ignorancia y la estupidez, elementos que generan división, violencia y opresión.
La misión cristiana se justifica al dar a conocer el evangelio en su esencia más profunda y al hacer que todos contemplen la luz verdadera, como enseña la oración atribuida a San Francisco: “Señor, hazme un instrumento de tu paz”. Jesús es verdaderamente la luz del mundo. Su vida y su historia con el pueblo de Israel, enfrentándose a los fariseos, maestros de la ley y otros miembros de la élite de su tiempo, demuestran que, en medio de la oscuridad causada por hombres codiciosos y opresores, Dios se convierte en luz mediante la encarnación de Cristo y revela el camino de la verdad y la vida (Juan 14, 6).
En el Salmo 36, versículos 9 y 10, hay una oración de alabanza al Señor: “Porque contigo, Señor, está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz. Extiende tu misericordia a quienes te conocen, y tu justicia a los rectos de corazón”. Al relacionar el mensaje del Evangelio de Juan (8, 12) con el Salmo (36,9-10), podemos comprender que, si Dios es la fuente de la luz, a través de su revelación en Jesucristo vemos esta luz, es decir, la contemplamos, y la luz de la verdad de la vida está disponible para todos.
Recientemente, la SVD celebró su 19º capítulo general con un tema inspirado en el mensaje de Mateo del inicio del Sermón de la Montaña, que dice: “Tu luz debe brillar”. Así, la misión de proclamar el evangelio es una luz para el mundo, y la vida de cada misionero debe brillar, no en el sentido de ser superior a los demás, sino en el sentido de servicio y dedicación, haciendo nuestra la vida de Cristo y su misión. Este año, celebramos el jubileo de acción de gracias por el 150º aniversario de la fundación de la SVD con un tema que nos inspira a ser luz para el mundo.
El Espíritu Santo nos guio a elegir, del prólogo de Juan, donde se encuentra el mensaje central de la labor misionera de San Arnoldo Janssen, el tema: “Testigos de la luz, de todo el mundo a todas las personas”. En el primer capítulo de Juan, versículo 7, nos presenta al profeta Juan Bautista en su misión como precursor de Jesús. Los temas de la luz y la oscuridad en el Evangelio de Juan se refieren a la práctica y la aceptación, y a la negación y el abandono de los misterios de Dios, respectivamente. El profeta Juan se convirtió en testigo de la luz porque su vida fue parte de la misión de la encarnación de Dios en el mundo. Juan el Bautista se presenta como un testigo crucial de la divinidad de Cristo, señal de que Jesús vino a salvar a la humanidad mediante la revelación.
El versículo 7, por lo tanto, establece la importancia de reconocer a Jesús como fuente de luz, lo que conduce a la fe y a la entrega de la misión de promover el Reino a través del discipulado para una humanidad que necesita luz para caminar y crecer. Con este significado, nuestra familia misionera, originaria de todo el mundo, ha caminado durante 150 años, y con este mismo propósito, debemos continuar llegando a todas las personas, como nos inspira este Año Jubilar.
La Declaración Final de la Conferencia Internacional sobre la Misión de la SVD, titulada "Missio Dei en el mundo de hoy", nos insta a entablar un diálogo basado en la sinodalidad que resulte en sanar heridas, superar los desafíos de la posmodernidad, aprender de las culturas y buscar inspiración en el poder divino a través del respeto por las religiones. Si la misión pertenece principalmente a Dios, quien es Uno y Trino, nosotros, como misioneros arraigados en la Palabra de la vida y la liberación anunciadas por los profetas y concretadas en Cristo, estamos invitados a desarrollar una misión de encuentro.
Si bien es muy fuerte en la Iglesia actual la manifestación de grupos que buscan la división y la condena, negándose a aceptar otras formas de espiritualidad, caminamos con corazones llenos de amor sin distinción de personas, porque sabemos que Dios se revela a todos, sin importar la nación o la cultura, y que la salvación está con todos los que lo buscan, como dice el apóstol Pedro (Hechos 10, 34-35).
La declaración enfatiza que la misión va más allá de la Iglesia y de toda la creación, y que los pueblos del mundo están llamados a compartir el deseo y la esperanza de trabajar siempre con y para Dios. Unidos como peregrinos de esperanza, que anuncian el amor y la paz, fortalecidos y renovados por el camino recorrido juntos en la sinodalidad y reafirmando que la interculturalidad es nuestro ADN, tengamos la sabiduría de identificar los dolores y las heridas del mundo actual y renovemos nuestro compromiso como discípulos y misioneros del Señor que señalan el camino de la verdad a través de la Luz del Verbo Divino, Luz que debe brillar sobre los pueblos del mundo y con alegría, confianza y amor identifiquémonos como testigos de la Luz para todos los pueblos y culturas.